En el centro del hemisferio occidental, al sur del territorio de los vodavinios y al norte de los dominos de La Orden, se alza, junto a las costas del Mar Fértil, la antigua y noble ciudad de Mek-Idesi.
Dicen los viajeros que nadie en todo Nemus trabaja la piedra como las gentes de aquellas tierras, y que la visión de sus poderosas murallas asombra desde la lejanía. Tras ellas brillan, cubiertas de oro, las cúpulas de sus numerosos templos y se alza en algarabía el alegre parloteo de las miles de voces que pueblan sus mercados.
Hasta allí llegan los campesinos con sacos de arroz, o de frutas deliciosas nunca vistas en otros lugares. Los pescadores navegan por los canales vendiendo sus capturas. Los mercaderes ofrecen suntuosos tejidos y llenan de oro a las caravanas que hasta Mek-Idesi traen mercancías de tierras lejanas. Los cánticos de los sacerdotes escapan del interior de los muchos templos y los guardias observan cómo las gentes se apartan con respeto y cierto temor ante el paso de una hermana del Santo Sello que camina con andar decidido en pos de alguna misión que más nos valdría no conocer.
Antes de sus días de gloria Mek-Idesi ya bebía del Río de las Estrellas, junto a las costas del Mar Fértil. Allí, en las fecundas tierras ribereñas, prosperaba el pueblo de los Hogái. Laboriosos trabajaban los campos obteniendo arroz en abundancia y buenas cosechas de las heredades de frutales del este. Y toda esta prosperidad, decían, no sería posible sin el amor de los espíritus del agua y, entre ellos Tilik'i'asa, el sabio y poderoso progenitor de hombres y espíritus por igual.
En los lejanos días de los tiempos antiguos Tilik'i'asa observó a los ancestros de los hombres, errando por los caminos del mundo, abatidos e ignorantes, y se apiadó de ellos. Así se les apareció, con la forma de un gran hombre-pez, emergiendo del río, y ellos se sentaron a sus pies.Tilik'i'asa les enseñó a sembrar el arroz allá donde podía fecundarlo con su acuática bendición. Les mostró cómo construir barcas con las que surcar las aguas, y a tejer redes para capturar pescados. Dirigió su mirada a los cielos y les instruyó en los secretos del firmamento nocturno, para desentrañarles los misterios del tiempo. Vertió agua sobre la tierra y creó para ellos el adobe, de modo que no tuviesen que tenderse a la intemperie cada noche. Y, cuando hubo terminado, se despidió de ellos con una enorme sonrisa y volvió sus pasos hacia el río. No volvería, les dijo, hasta que una era hubiese llegado a su fin y nuevos y extraños eones se revelasen.
Al norte, en las tierras altas de las Montañas de la Luna, donde el Río de las Estrellas tiene sus fuentes, tenían su hogar los Terarochi, feroces montañeses que no cultivaban, si no que conseguían su sustento gracias a su habilidad con el arco. Era este un pueblo sencillo y humilde, hasta que el Dios Montaña desgarró su vientre y regaló a sus hijos el metal de las estrellas. Pesado, y de un brillo intenso, los Hogáis se sintieron fascinados por él, y a cambio les proporcionaron manjares y bienes de lujo que nunca se habían visto en las montañas. Los extranjeros, dijeron, lo llaman oro, y pronto llegaron caravanas de Vodavinia, del Gran Delta e incluso de Nisia y tierras aun más lejanas. Así, las humildes moradas de los Terarochi se convirtieron en suntuosos hogares labrados en la misma piedra de las montañas por canteros Hogáis y maestros escultores venidos de la lejana Nisia.
Si los Hogái tenían su río y los Terarochi sus montañas, en las llanuras del sur los Hermanos Caballo solo tenían a sus animales, y estos lo eran todo para ellos. Incansables, los clanes recorrían los páramos llevando sus reses. Nada era más alto que el honor para los Hermanos Caballo y las trifulcas y venganzas interminables minaban la prosperidad hasta que llegó el día de Anuar el Iluminado.
Nacido en el poderoso clan de los Umbele, una serie de conjuras obligó a que sus padres lo enviasen lejos para garantizar su seguridad. Acompañado de la sabia del clan, Diara an Umbele, un jovencísimo Anuar viajó hacia el noroeste, a la legendaria y misteriosa Ostraka, llevando consigo tantos caballos como su clan pudo permitirse. Al llegar allí fue acogido como invitado, y educado en sus artes y costumbres, alcanzando grandes honores como general de sus ejércitos.
Cuando hubieron pasado 30 años de servicios, licenciado y cubierto de honores y riquezas, Anuar pudo comprar dos veces el número de caballos que llevara como presente siendo niño, así como exquisitas armas y armaduras, tanto para hombres como para corceles.
La llegada de Anuar a las antiguas tierras de su familia fue un asunto de sangre y furia. En cuestión de meses los guerreros del clan Umbele, cabalgando a lomos de caballos acorazados como nunca se había visto, se impusieron al resto de clanes y fue coronado como Feresi Nigusi, o Rey Caballo.
Los páramos pronto se mostraron pequeños para Anuar. Después de su estancia entre las gentes de Ostraka, la vida en las planicies se le antojó un destino no muy elevado para su pueblo, y encaminó a las grandes manadas hacia el norte, a la ciudad del Río de las Estrellas.
De poco sirvieron las murallas de adobe cuando estas se vinieron abajo. Nunca se vieron lluvias iguales. Jamás durante el verano. Anuar, dijo el consejo, era el elegido por Tilik'i'asa, y las puertas le fueron abiertas.
Reconociendo las habilidades de los habitantes de la ciudad, Anuar decidió mantener a estos como sus consejeros, mientras que los nobles de los clanes de los Hermanos Caballo serían sus generales.
Estos fueron necesarios pronto, ya que a finales del siguiente verano, los apetitos de Anuar lo encaminaron hacia las montañas, cuyas riquezas codició.
No fue una guerra tan sencilla, pues los Terarochi eran fieros guerreros, y sus montañas escarpadas y sus agrestes valles se demostraron trampas letales para la caballería de los Hermanos Caballo.
Cinco años duro aquella cruenta guerra, hasta que los consejeros Hogái lograron sellar un acuerdo: Niara, la joven princesa de los Terarochi, se desposaría con Anuar y ambos reinos quedarían unidos en igualdad.
Anuar dedicó desde aquel día sus esfuerzos a consolidar su nuevo reino. La antigua ciudad fluvial de los Hogái fue reconstruida: todo aquello que era adobe fue levantado de nuevo con piedra traída de las Montañas de la Luna. Barcazas cargadas de materiales viajaban río arriba y río abajo en un incesante bullir y, espléndida y desafiante, Mek-Idesi, la ciudad de las maravillas, fue edificada.
Pero poco duró la paz en el reino de Mek-Idesi pues, a la muerte de Anuar, los príncipes de los montañeses se alzaron y reclamaron para sí la corona. La joven reina Niara se mostró una hábil líder en aquel tormentoso tiempo; se cuenta que fue ella misma quien ordenó el envenenamiento de los príncipes Terarochi. Algunos la tacharon de cruel y despiadada, al eliminar de forma tan ladina a aquellos que eran sus propios hermanos; los más sabios reconocieron pronto que, aquellas precisas ejecuciones, evitaron una guerra y salvaron miles de vidas.
Cuando el hijo de la reina Niara, el príncipe Aiyetoro, alcanzó la mayoría de edad, fue coronado como rey de todas las tierras al este del Río de las Estrellas, y el reino de Mek-Idesi fue oficialmente fundado.
La dinastía Umbele fue consolidada y la prosperidad de Mek-Idasi no dejó de crecer. Atraídos por el oro de sus montañas llegaron hasta sus mercados criadores de caballos del Mar de Hierba, los mejores armeros de Ostraka, cazadores y tallistas vodavinios, comerciantes de Nisia cargados de maravillas de todo el Mar Central. Entre todos aquellos viajeros llegó, en tiempos del reinado de Harbai II, una extraña mujer que había recorrido un largo camino desde Emporika. Era una mujer de mediana edad, de un porte sorprendentemente atlético, con la piel clara de los habitantes del norte, y vestida con modestas y sencillas ropas pardas. Traía con ella una mercancía poco habitual: todo un cargamento de libros para la Biblioteca Real de Harbai II. Eutropia, pues tal era su nombre, se ganó pronto el favor del rey y este accedió a ayudarla en la misión que la había traído hasta Mek-Idesi.
Estar en un cruce de caminos entre tantos pueblos había hecho de Mek-Idesi un hervidero de culturas y religiones, y eran muchos los templos que llenaban sus murallas. Pero, de todos ellos, Eutropia se mostró interesada en el más antiguo de todos los cultos. Nunca se ha sabido qué descubrió, ni qué palabras susurró en los oídos de Harbai II, pero el rey decretó la proscripción del culto del dios hombre-pez progenitor. Sus templos fueron destruidos, y todas sus imágenes arrojadas al mar. Y, sobre el templo ribereño que se había edificado allá donde, según se decía, Tilik'i'asa se había aparecido por primera vez a los hombres, se construyó la gran cúpula del santuario del Santo Sello.
El favor del rey hizo que el santuario se convirtiese pronto en el lugar propicio para que las hijas más díscolas de las familias nobles y muchachas plebeyas de carácter aventurero aprendiesen a enderezar sus caminos. La mayoría de las chicas abandonaban el santuario al alcanzar la mayoría de edad, pero unas pocas abrazaban los principios de la orden, ya fuera como hermanas hospitalarias en el sanatorio del santuario, o como verdaderas parádeigma.
Estas singulares mujeres, adiestradas en el arte del combate con lanza y escudo, han recorrido desde entonces la superficie de Nemus en extrañas misiones, adentrándose en las mazmorras más oscuras, visitando las aldeas más remotas, los más recónditos valles y las cimas más escarpadas. Buscan gente peligrosa, dicen algunos, mientras que otros afirman que se afanan en encontrar extravagantes reliquias de eras pretéritas. No todas las parádeigma, sobreviven hasta alcanzar el grado de apostolí y, algunas que lo consiguen, no regresan a Mek-Idesi, si no que encaminan sus pasos hacia el gran edificio del Santo Sello en Emporika, abrumadas por pesadas cargas físicas -que transportan hasta allí por misteriosos motivos-, o espirituales, por los descubrimientos realizados en sus investigaciones.
Dicen los viajeros que nadie en todo Nemus trabaja la piedra como las gentes de aquellas tierras, y que la visión de sus poderosas murallas asombra desde la lejanía. Tras ellas brillan, cubiertas de oro, las cúpulas de sus numerosos templos y se alza en algarabía el alegre parloteo de las miles de voces que pueblan sus mercados.
Hasta allí llegan los campesinos con sacos de arroz, o de frutas deliciosas nunca vistas en otros lugares. Los pescadores navegan por los canales vendiendo sus capturas. Los mercaderes ofrecen suntuosos tejidos y llenan de oro a las caravanas que hasta Mek-Idesi traen mercancías de tierras lejanas. Los cánticos de los sacerdotes escapan del interior de los muchos templos y los guardias observan cómo las gentes se apartan con respeto y cierto temor ante el paso de una hermana del Santo Sello que camina con andar decidido en pos de alguna misión que más nos valdría no conocer.
En los lejanos días de los tiempos antiguos Tilik'i'asa observó a los ancestros de los hombres, errando por los caminos del mundo, abatidos e ignorantes, y se apiadó de ellos. Así se les apareció, con la forma de un gran hombre-pez, emergiendo del río, y ellos se sentaron a sus pies.Tilik'i'asa les enseñó a sembrar el arroz allá donde podía fecundarlo con su acuática bendición. Les mostró cómo construir barcas con las que surcar las aguas, y a tejer redes para capturar pescados. Dirigió su mirada a los cielos y les instruyó en los secretos del firmamento nocturno, para desentrañarles los misterios del tiempo. Vertió agua sobre la tierra y creó para ellos el adobe, de modo que no tuviesen que tenderse a la intemperie cada noche. Y, cuando hubo terminado, se despidió de ellos con una enorme sonrisa y volvió sus pasos hacia el río. No volvería, les dijo, hasta que una era hubiese llegado a su fin y nuevos y extraños eones se revelasen.
Al norte, en las tierras altas de las Montañas de la Luna, donde el Río de las Estrellas tiene sus fuentes, tenían su hogar los Terarochi, feroces montañeses que no cultivaban, si no que conseguían su sustento gracias a su habilidad con el arco. Era este un pueblo sencillo y humilde, hasta que el Dios Montaña desgarró su vientre y regaló a sus hijos el metal de las estrellas. Pesado, y de un brillo intenso, los Hogáis se sintieron fascinados por él, y a cambio les proporcionaron manjares y bienes de lujo que nunca se habían visto en las montañas. Los extranjeros, dijeron, lo llaman oro, y pronto llegaron caravanas de Vodavinia, del Gran Delta e incluso de Nisia y tierras aun más lejanas. Así, las humildes moradas de los Terarochi se convirtieron en suntuosos hogares labrados en la misma piedra de las montañas por canteros Hogáis y maestros escultores venidos de la lejana Nisia.
Nacido en el poderoso clan de los Umbele, una serie de conjuras obligó a que sus padres lo enviasen lejos para garantizar su seguridad. Acompañado de la sabia del clan, Diara an Umbele, un jovencísimo Anuar viajó hacia el noroeste, a la legendaria y misteriosa Ostraka, llevando consigo tantos caballos como su clan pudo permitirse. Al llegar allí fue acogido como invitado, y educado en sus artes y costumbres, alcanzando grandes honores como general de sus ejércitos.
Cuando hubieron pasado 30 años de servicios, licenciado y cubierto de honores y riquezas, Anuar pudo comprar dos veces el número de caballos que llevara como presente siendo niño, así como exquisitas armas y armaduras, tanto para hombres como para corceles.
La llegada de Anuar a las antiguas tierras de su familia fue un asunto de sangre y furia. En cuestión de meses los guerreros del clan Umbele, cabalgando a lomos de caballos acorazados como nunca se había visto, se impusieron al resto de clanes y fue coronado como Feresi Nigusi, o Rey Caballo.
Los páramos pronto se mostraron pequeños para Anuar. Después de su estancia entre las gentes de Ostraka, la vida en las planicies se le antojó un destino no muy elevado para su pueblo, y encaminó a las grandes manadas hacia el norte, a la ciudad del Río de las Estrellas.
De poco sirvieron las murallas de adobe cuando estas se vinieron abajo. Nunca se vieron lluvias iguales. Jamás durante el verano. Anuar, dijo el consejo, era el elegido por Tilik'i'asa, y las puertas le fueron abiertas.
Reconociendo las habilidades de los habitantes de la ciudad, Anuar decidió mantener a estos como sus consejeros, mientras que los nobles de los clanes de los Hermanos Caballo serían sus generales.
Estos fueron necesarios pronto, ya que a finales del siguiente verano, los apetitos de Anuar lo encaminaron hacia las montañas, cuyas riquezas codició.
No fue una guerra tan sencilla, pues los Terarochi eran fieros guerreros, y sus montañas escarpadas y sus agrestes valles se demostraron trampas letales para la caballería de los Hermanos Caballo.
Cinco años duro aquella cruenta guerra, hasta que los consejeros Hogái lograron sellar un acuerdo: Niara, la joven princesa de los Terarochi, se desposaría con Anuar y ambos reinos quedarían unidos en igualdad.
Anuar dedicó desde aquel día sus esfuerzos a consolidar su nuevo reino. La antigua ciudad fluvial de los Hogái fue reconstruida: todo aquello que era adobe fue levantado de nuevo con piedra traída de las Montañas de la Luna. Barcazas cargadas de materiales viajaban río arriba y río abajo en un incesante bullir y, espléndida y desafiante, Mek-Idesi, la ciudad de las maravillas, fue edificada.
Pero poco duró la paz en el reino de Mek-Idesi pues, a la muerte de Anuar, los príncipes de los montañeses se alzaron y reclamaron para sí la corona. La joven reina Niara se mostró una hábil líder en aquel tormentoso tiempo; se cuenta que fue ella misma quien ordenó el envenenamiento de los príncipes Terarochi. Algunos la tacharon de cruel y despiadada, al eliminar de forma tan ladina a aquellos que eran sus propios hermanos; los más sabios reconocieron pronto que, aquellas precisas ejecuciones, evitaron una guerra y salvaron miles de vidas.
Cuando el hijo de la reina Niara, el príncipe Aiyetoro, alcanzó la mayoría de edad, fue coronado como rey de todas las tierras al este del Río de las Estrellas, y el reino de Mek-Idesi fue oficialmente fundado.
La dinastía Umbele fue consolidada y la prosperidad de Mek-Idasi no dejó de crecer. Atraídos por el oro de sus montañas llegaron hasta sus mercados criadores de caballos del Mar de Hierba, los mejores armeros de Ostraka, cazadores y tallistas vodavinios, comerciantes de Nisia cargados de maravillas de todo el Mar Central. Entre todos aquellos viajeros llegó, en tiempos del reinado de Harbai II, una extraña mujer que había recorrido un largo camino desde Emporika. Era una mujer de mediana edad, de un porte sorprendentemente atlético, con la piel clara de los habitantes del norte, y vestida con modestas y sencillas ropas pardas. Traía con ella una mercancía poco habitual: todo un cargamento de libros para la Biblioteca Real de Harbai II. Eutropia, pues tal era su nombre, se ganó pronto el favor del rey y este accedió a ayudarla en la misión que la había traído hasta Mek-Idesi.
Estar en un cruce de caminos entre tantos pueblos había hecho de Mek-Idesi un hervidero de culturas y religiones, y eran muchos los templos que llenaban sus murallas. Pero, de todos ellos, Eutropia se mostró interesada en el más antiguo de todos los cultos. Nunca se ha sabido qué descubrió, ni qué palabras susurró en los oídos de Harbai II, pero el rey decretó la proscripción del culto del dios hombre-pez progenitor. Sus templos fueron destruidos, y todas sus imágenes arrojadas al mar. Y, sobre el templo ribereño que se había edificado allá donde, según se decía, Tilik'i'asa se había aparecido por primera vez a los hombres, se construyó la gran cúpula del santuario del Santo Sello.
El favor del rey hizo que el santuario se convirtiese pronto en el lugar propicio para que las hijas más díscolas de las familias nobles y muchachas plebeyas de carácter aventurero aprendiesen a enderezar sus caminos. La mayoría de las chicas abandonaban el santuario al alcanzar la mayoría de edad, pero unas pocas abrazaban los principios de la orden, ya fuera como hermanas hospitalarias en el sanatorio del santuario, o como verdaderas parádeigma.
Estas singulares mujeres, adiestradas en el arte del combate con lanza y escudo, han recorrido desde entonces la superficie de Nemus en extrañas misiones, adentrándose en las mazmorras más oscuras, visitando las aldeas más remotas, los más recónditos valles y las cimas más escarpadas. Buscan gente peligrosa, dicen algunos, mientras que otros afirman que se afanan en encontrar extravagantes reliquias de eras pretéritas. No todas las parádeigma, sobreviven hasta alcanzar el grado de apostolí y, algunas que lo consiguen, no regresan a Mek-Idesi, si no que encaminan sus pasos hacia el gran edificio del Santo Sello en Emporika, abrumadas por pesadas cargas físicas -que transportan hasta allí por misteriosos motivos-, o espirituales, por los descubrimientos realizados en sus investigaciones.
Pobre Tilik'i'asa :-(
ResponderEliminarSu venganza será terrible 8-|
No debe estar tramando nada bueno.
EliminarNo quiero decir que Tikik'i'asa mande un tsunami pero que mande un tsunami.
Eliminar¿Tal vez un culto oculto de hombres ictioformes?
A mi me parece un tipo discreto.
Eliminar