El ritmo de los tambores aumentaba en una espiral inabarcable. Entonces aspiró. Y el humo pareció entrar por sus fosas nasales, bajar por su traquea, buscar en sus pulmones como dedos fantasmales. Y después oscuridad.
Pero la oscuridad se movía. No podía decir cómo ni por qué. Pero se movía. O tal vez era él, desplazándose a través de la oscuridad. De alguna forma sintió que doblaba un recodo y la luz apareció como un punto distante. Entonces sí: avanzó. Corriendo con un ansia agobiante. La luz iba inundando aquel túnel hasta que salió de él y lo saturó todo.
Lo oyó antes de verlo, empachado como estaba de luz. Un aleteo acompasado, como si se moviese muy lentamente. El águila descendía sobre él. Él -ahora se veía-, una musaraña insignificante. Las garras se clavaron en su carne, atravesándolas como había visto a los hombres atravesados en el campo de batalla. Gritó. Y su grito fue el graznido del águila.
Era el águila. Sin saber por que era el águila. A cada batir de alas estaba más y más alto. El sol pasó sobre él, tan cerca que parecía que abrasaría sus plumas. El aire lo sostenía, como si empujase su cuerpo. El aire que lo rodeaba era gélido, pero cada soplo que entraba en su boca era cálido como la sopa.
Entonces miró hacia abajo. Había un bosque inmenso que todo lo ocupaba. Pero cuando se fijó vio que en realidad solo había un árbol. Un árbol inmenso que estaba en todas partes. El árbol hundía sus raíces en el mundo y, al mismo tiempo, lo sostenía en sus ramas. Quiso tocar el árbol, sentir su corteza, cobijarse bajo su copa. Y al acercarse vio frutos rojos y jugosos, y quiso saciarse de ellos.
Pero de pronto el árbol no estaba allí. O seguía allí, muy al fondo en el paisaje. Bajo él se extendía ahora un río muy extenso. No, no era un río. No eran meandros; se movía. Era la cola de una enorme criatura. Como una serpiente enroscada a un árbol, giraba y giraba. Allí estaba de nuevo el árbol.
Cuando ya estaba perdiéndose en ese movimiento sin fin vio la cabeza de la criatura. No una cabeza de serpiente, si no de un dragón de largos cuernos. Veía solo uno de sus ojos, y la sierpe le vio a él.
Y le sonrió.
Dudando de lo que había visto quiso acercarse, pero la sierpe ya no estaba allí. Tampoco estaba el árbol. O tal vez sí, de nuevo al fondo. Pero también detrás, y a sus lados.
Volaba ahora sobre una gran llanura. Había campos que se extendían hasta el horizonte. Campos de labranza rebosantes de trigo dorado que brillaban con el sol. Pero nadie lo recogía. Siguió los caminos y llegó a grandes ciudades. Una de ellas era del mármol más blanco. Blanco como si alguien lo limpiara a cada hora. Blanco como si nadie lo hubiera pisado jamás.
Después vio otra ciudad también de mármol. Pero este estaba sucio. Cubierto de musgo y verdín. Y había extensas enredaderas que se enroscaban a cada una de las columnas. Tampoco había hombres en ella, pero sí animales. Vio zorros y tejones. Y su voz graznó. El sonido llenó el cielo y se derramó sobre la tierra. Y cuando aquellos animales lo oyeron corrieron a esconderse bajos los aleros, en las despensas, entando en las alacenas y derramando las conservas para el invierno.
Vio ciudades con tejados de tejas rojas. Vio ciudades con techados de paja. Vio ciudades de madera entre ciudades de piedra.
Cuando hubo pasado la última ciudad se encontró sobrevolando el mar. El mar. De un color cambiante entre azul, verde y gris. Se agitaba como si lo azotase una gran tormenta, pero el día era apacible y el viento no soplaba.
Sintió agua en su espalda. Agua que caía, pero no como lluvia. Volvió la mirada y se encontró de nuevo a la gran sierpe. La sierpe era del mismo color del mar. De los mismos colores, y como ellos cambiaba. La sierpe le sonrió otra vez y se encontró a sí mismo devolviendo la sonrisa. Pero no la estaba devolviendo, porque ahora era la sierpe. Y riendo, como henchido de un júbilo inexplicable se zambulló en el mar. Las corrientes le acariciaron. Giró y giró. Se enroscó en las montañas del mar, rascó su lomo con las islas. Sintió cosquillas. Burbujas surgían del fondo del mar formando fumarolas. Y en torno a ellas crustáceos de caparazones iridiscentes bailando en una coreografía sin música. Sintió hambre y se sació de ellos. Pero siguió descendiendo. Hundiéndose en la tierra y dejando atrás el océano.
Hasta que vio un punto de luz en la lejanía, y cuando llegó a él era otra vez la musaraña. Era también el árbol. Era la piedra quemada. Un lobo entre zorros y tejones. Rió entonces con sonrisa lobuna y se arrancó uno de los frutos y lo comió hasta que su hambre quedó saciada. Busco una sala donde un fuego ardía y se tumbó a su lado. Y durmió y durmió hasta que oyó una voz que le llamaba y una música lejana.
Sobre él un rostro que lo miraba. Él reía, porque había entendido el chiste del lobo. Pero aquel joven no lo había oído. Pedía que se lo explicara.
- ¿Qué has visto? -preguntó con una voz en la que la emoción y la incertidumbre parecían mezclarse- ¿Qué significan esas visiones?
- ¿Qué son para ti las montañas? -respondió entre risas y toses- ¡Qué lugar tan indigno de ti! Ve y coge al mundo por el cuello. Y exígele que te de lo que te corresponde.
Siguió preguntándole. Le agarró de sus vestiduras de pieles y lo agitó. Pero el viejo reía y reía ajeno a todo. Se separó de él. El intenso olor del humo le hacía sentirse mareado.
Salió a la boca de la cueva y miró el paisaje que se extendía ante él: montañas y más montañas en todas las direcciones. Le había costado un cordero y una buena cantidad de monedas, pero no había entendido nada. Se encogió de hombros, recogió su petate, puso la espada envainada a su espalda y, saliendo de aquella gruta decorada con inquietantes pinturas de glasto, se entregó a los caminos del mundo.
Pero la oscuridad se movía. No podía decir cómo ni por qué. Pero se movía. O tal vez era él, desplazándose a través de la oscuridad. De alguna forma sintió que doblaba un recodo y la luz apareció como un punto distante. Entonces sí: avanzó. Corriendo con un ansia agobiante. La luz iba inundando aquel túnel hasta que salió de él y lo saturó todo.
Lo oyó antes de verlo, empachado como estaba de luz. Un aleteo acompasado, como si se moviese muy lentamente. El águila descendía sobre él. Él -ahora se veía-, una musaraña insignificante. Las garras se clavaron en su carne, atravesándolas como había visto a los hombres atravesados en el campo de batalla. Gritó. Y su grito fue el graznido del águila.
Era el águila. Sin saber por que era el águila. A cada batir de alas estaba más y más alto. El sol pasó sobre él, tan cerca que parecía que abrasaría sus plumas. El aire lo sostenía, como si empujase su cuerpo. El aire que lo rodeaba era gélido, pero cada soplo que entraba en su boca era cálido como la sopa.
Entonces miró hacia abajo. Había un bosque inmenso que todo lo ocupaba. Pero cuando se fijó vio que en realidad solo había un árbol. Un árbol inmenso que estaba en todas partes. El árbol hundía sus raíces en el mundo y, al mismo tiempo, lo sostenía en sus ramas. Quiso tocar el árbol, sentir su corteza, cobijarse bajo su copa. Y al acercarse vio frutos rojos y jugosos, y quiso saciarse de ellos.
Pero de pronto el árbol no estaba allí. O seguía allí, muy al fondo en el paisaje. Bajo él se extendía ahora un río muy extenso. No, no era un río. No eran meandros; se movía. Era la cola de una enorme criatura. Como una serpiente enroscada a un árbol, giraba y giraba. Allí estaba de nuevo el árbol.
Cuando ya estaba perdiéndose en ese movimiento sin fin vio la cabeza de la criatura. No una cabeza de serpiente, si no de un dragón de largos cuernos. Veía solo uno de sus ojos, y la sierpe le vio a él.
Y le sonrió.
Dudando de lo que había visto quiso acercarse, pero la sierpe ya no estaba allí. Tampoco estaba el árbol. O tal vez sí, de nuevo al fondo. Pero también detrás, y a sus lados.
Volaba ahora sobre una gran llanura. Había campos que se extendían hasta el horizonte. Campos de labranza rebosantes de trigo dorado que brillaban con el sol. Pero nadie lo recogía. Siguió los caminos y llegó a grandes ciudades. Una de ellas era del mármol más blanco. Blanco como si alguien lo limpiara a cada hora. Blanco como si nadie lo hubiera pisado jamás.
Después vio otra ciudad también de mármol. Pero este estaba sucio. Cubierto de musgo y verdín. Y había extensas enredaderas que se enroscaban a cada una de las columnas. Tampoco había hombres en ella, pero sí animales. Vio zorros y tejones. Y su voz graznó. El sonido llenó el cielo y se derramó sobre la tierra. Y cuando aquellos animales lo oyeron corrieron a esconderse bajos los aleros, en las despensas, entando en las alacenas y derramando las conservas para el invierno.
Vio ciudades con tejados de tejas rojas. Vio ciudades con techados de paja. Vio ciudades de madera entre ciudades de piedra.
Cuando hubo pasado la última ciudad se encontró sobrevolando el mar. El mar. De un color cambiante entre azul, verde y gris. Se agitaba como si lo azotase una gran tormenta, pero el día era apacible y el viento no soplaba.
Sintió agua en su espalda. Agua que caía, pero no como lluvia. Volvió la mirada y se encontró de nuevo a la gran sierpe. La sierpe era del mismo color del mar. De los mismos colores, y como ellos cambiaba. La sierpe le sonrió otra vez y se encontró a sí mismo devolviendo la sonrisa. Pero no la estaba devolviendo, porque ahora era la sierpe. Y riendo, como henchido de un júbilo inexplicable se zambulló en el mar. Las corrientes le acariciaron. Giró y giró. Se enroscó en las montañas del mar, rascó su lomo con las islas. Sintió cosquillas. Burbujas surgían del fondo del mar formando fumarolas. Y en torno a ellas crustáceos de caparazones iridiscentes bailando en una coreografía sin música. Sintió hambre y se sació de ellos. Pero siguió descendiendo. Hundiéndose en la tierra y dejando atrás el océano.
Hasta que vio un punto de luz en la lejanía, y cuando llegó a él era otra vez la musaraña. Era también el árbol. Era la piedra quemada. Un lobo entre zorros y tejones. Rió entonces con sonrisa lobuna y se arrancó uno de los frutos y lo comió hasta que su hambre quedó saciada. Busco una sala donde un fuego ardía y se tumbó a su lado. Y durmió y durmió hasta que oyó una voz que le llamaba y una música lejana.
Sobre él un rostro que lo miraba. Él reía, porque había entendido el chiste del lobo. Pero aquel joven no lo había oído. Pedía que se lo explicara.
- ¿Qué has visto? -preguntó con una voz en la que la emoción y la incertidumbre parecían mezclarse- ¿Qué significan esas visiones?
- ¿Qué son para ti las montañas? -respondió entre risas y toses- ¡Qué lugar tan indigno de ti! Ve y coge al mundo por el cuello. Y exígele que te de lo que te corresponde.
Siguió preguntándole. Le agarró de sus vestiduras de pieles y lo agitó. Pero el viejo reía y reía ajeno a todo. Se separó de él. El intenso olor del humo le hacía sentirse mareado.
Salió a la boca de la cueva y miró el paisaje que se extendía ante él: montañas y más montañas en todas las direcciones. Le había costado un cordero y una buena cantidad de monedas, pero no había entendido nada. Se encogió de hombros, recogió su petate, puso la espada envainada a su espalda y, saliendo de aquella gruta decorada con inquietantes pinturas de glasto, se entregó a los caminos del mundo.
Pensé que iba a terminar con un mago de Isola despertándose en su habitación al iluminarle la cara el rayo de sol de la mañana, con la pipa todavía en la mano, y pensar "jooooder, esta mierda de los trasgos hippies es buena".
ResponderEliminarEstupendo relato psicotrópico. Felicidades ^^
:D Algo se habrá tomado el chamán del relato, eso seguro ;)
EliminarMe ha gustado! Con ganas de más. ..
ResponderEliminarEn próximas entregas pondré este relato en contexto.
EliminarTambién sería una introducción interesante para las aventuras de un bárbaro en Nemus, por más que sea caer en los estereotipos :P
Uno que no está durmiendo mucho últimamente.... XXDD
ResponderEliminarEn realidad lo tenía escrito hace meses :P
EliminarEspero que os haya gustado el relato. Hacía mucho que no escribía prosa -por así decirlo- y estaba un poco oxidado. Tampoco es que haya escrito nunca más allá de algún relato corto; bien lo sabe la novela que se quedó en stand by abrumado por la cantidad de tiempo que consumía y las montañas de documentación.
ResponderEliminarEste texto es una suerte de introducción a la facción humana de Cundria: los bárbaros cañeros típicos y tópicos que tanto nos gustan a todos en el mundo de Nemus.